Capítulo 16
16
Los días estaban lluviosos, sobre todo al caer la tarde. La ciudad se convertía en un hervidero de carros y el tráfico se hacía insoportable. Cada cual buscaba adelantar por donde le fuera posible y lo importante era llegar rápido a los hogares, y ese afán convertía a la ciudad en un enjambre de carros atravesados haciendo más difícil avanzar. Las luces de los semáforos estaban de adornos y por mucho que hubiesen colocado cronómetros regresivos en los semáforos para indicar el tiempo que faltaba para llegar a su turno en la luz verde o la luz roja para detenerse, de nada servía, ya que todos estaban atravesados, antes del semáforo, debajo del semáforo y después del semáforo. El gran error estaba, entre otros, en que los autobuses interurbanos atravesaban toda la ciudad y por sus tamaños eran demasiado grandes para el tráfico interno. Dos autobuses juntos congestionaban y detenían toda la ciudad. Hubiera sido más sano y lógico autobuses pequeños tipos busetas de pocos pasajeros, aun cuando hubiese más, pero hubiera sido una solución. Se le sumaba al tamaño de los autobuses lo atrevido y en cierta forma los abusos de los conductores de esos mismos autobuses. En el día, sobre todo al mediodía, o a las horas de fuerte movimiento vehicular se colocaban algunos fiscales de tránsito o policías viales para pretender mejorar la circulación, pero se empeoraba la situación, porque en vez de aligerar la entorpecía más, y a veces, con todo el descaro, al punto de llegar a esperar hasta diez minutos para poder cruzar el semáforo. Se deseaba, entonces, que no hubiese policías viales porque aumentaban el desastre y la calamidad para llegar o al trabajo o al hogar o al sitio al que se fuera en ese día. Los policías viales se empeñaban en darse el lujo de fomentar y provocar el desastre en la ciudad, a pesar del concierto desconcertante de las bocinas que generaban un estruendo musical nada armonioso, por lo menos para los que iban dentro de los automóviles. Era inevitable echar pestes del tránsito, de la ciudad, de las autoridades del gobierno, de las autoridades de tránsito, del que se atravesaba para adelantarse, del que venía o del que iba. Las autoridades viales en vez de colocar orden hacían todo lo contrario. Ya su presencia generaba desorden y se quería y deseaba que no estuviesen, pero estaban para fomentar la confusión del tránsito, y se daban el lujo de hacerlo, al punto de como si lo disfrutaran. Estaban vestidos y autorizados para ello porque no se les podía llamar la atención requiriendo que impusieran control pues alegarían que se le estaría faltando el respeto a la autoridad y habría que asumir las consecuencias de ese atrevimiento. Tal vez pertenecerían a la ONU o era su confirmación o sería un recordatorio de ella y su existencia.
En esos mismos días se celebraban los días de carnaval. El fin de semana anterior para lunes y martes de carnaval ya era costumbre que todas las escuelas llevaran a sus alumnos a las comparsas de la ciudad. Los niños lo disfrutaban y también los padres porque revivían sus tiempos y volvían a vivirlo con la misma intensidad pero de gente grande. Los niños iban vestidos con múltiples disfraces dependiendo de la imagen y del personaje que estuviese de moda por esos días, ya de niño araña, ya de zorro, ya de chapulín colorado o cualquier otro disfraz. Los timbales y los sonidos de carnaval se oían por todas partes, sin dejar de lado los piticos que caracterizan las festividades de esos días. Algunos barrios se organizaban para realizar los concursos de las reinas y así poder celebrar en grande cerrando las calles y dificultando más el tránsito. En la ciudad el alcalde y el gobernador patrocinaban las comparsas y la ciudad se complicaba más ya que para dirigirse a cualquier sitio de la misma ciudad era un suplicio por las fiestas de esos días.
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