Capítulo 2

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-- Está haciendo mucho calor – fue la afirmación de Pedro Pablo, mientras iba conversando con Aníbal hacia la entrada de la puerta secundaria del cementerio de la ciudad. Ahí se reunían todos los días junto a otros cinco o seis más, casi de manera rutinaria a pasar parte del día. Se sentaban debajo de la matica que quedaba en el costado izquierdo saliendo del cementerio o derecho entrando. Esa puerta había pasado a ser la puerta secundaria del cementerio y en ocasiones muy especiales se abría, como el día de la madre o el primero y el dos de noviembre, días en que la asistencia al cementerio era considerable, y la puerta principal no era suficiente para permitir el acceso. El resto del tiempo, por lo general, esa puerta permanecía cerrada. Cuando hicieron la avenida del frente del cementerio hicieron una puerta para ir al campo santo, haciendo que la puerta que daba hacia la calle y que era la única hasta entonces pasara a ser la puerta de emergencia o secundaria. 

-- Un poco – dijo Aníbal acompasando su paso con el de Pedro Pablo con quien se reunía casi todos los días en la cita de siempre junto con otro grupo más, debajo de la matica.

La alegría y el motivo de la reunión en la matica giraba alrededor de una o dos botellas de licor. No se iban hasta que no se acababan las botellas cada día. Algunas veces se iban temprano y otras dependiendo de la cantidad por consumir. Esta actividad repetida había convertido a ese pequeño grupo de ocho en alcohólicos. Sus caras enrojecidas por el licor los delataba y sus algarabías improvisadas los identificaba. Conversaban a gritos y muchas veces no se podían evitar algunas discusiones acaloradas llegando inclusive a los golpes en medio de griteríos por parte del resto. Algunas veces no pasaban de ser puras amenazas y de tanteos al aire con movimientos de brazos y los puños cerrados en actitud de pelea a distancia de contrincantes imaginarios. Muy pocas o raras veces eran peleas cuerpo a cuerpo, sino solo muestras de poderío con la voz y el grito más que con los hechos. 

El que llevaba ese día la botella de licor era como el jefe y el anfitrión del grupo. Era quien repartía con un vasito plástico a cada uno, una o tres veces, dependiendo de la cantidad de la bebida cada vez. Ya servida cada ronda el propietario de la botella colocaba en su frente el resto del contenido del licor en la botella. Así cada vez hasta que ya no quedaba nada. Entonces entre todos juntaban con lo que cada uno pudiese contribuir para la segunda o tercera botella. También los transeúntes eran abordados para colaborar con la siguiente botellita.

La cantidad de los integrantes del grupo era variable. Algunos días llegaban a veinte. Otras a siete u ocho. También se juntaban una o dos mujeres. A una de ellas la llamaban “la comanche” y se hacía sentir su presencia o su ausencia por su manera de hablar y sus griteríos fuera de todo orden. Los que pasaban por el frente le tenían miedo por su desconsideración y toda falta de respeto. A ella eso le tenía sin preocupación y se comportaba sin ningún reparo. Al grupo le convenía en cierta manera que ella siempre estuviese ya que cuando se trataba de completar para la siguiente botella la encomendaban para pedir a los que pasaban por la calle. La comanche con su modo particular de hablar, con su timbre sonoro y su actitud un tanto agresiva lograba para dos o tres botellas más, pues los que pasaban preferían contribuir a seguir soportando sus maneras. Cuando ella estaba el grupo era mayor y la estadía debajo de la matica era hasta más tarde, a veces, hasta el anochecer. Ella garantizaba la velada con el licor. Ese día las discusiones y los griteríos también eran mayores. Pero el problema era también mayor porque quien repartía con el vasito era ella, la propia. Acompañaba cada nueva servida con gritos y groserías y hasta insultos. La soportaban porque el licor lo merecía. 





 



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